Me ha resultado impresionantemente clarificador ver a un conocido abogado de una entidad de gestión de derechos de autor desgañitándose delante de un micrófono con el argumento de que "los niños ya no compran discos"... Realmente es una frase que, de sólo pensarla, hace que se dé uno perfecta cuenta del origen de todos los males de la industria discográfica. Y es que, agárrense: ¡resulta que no se han enterado de que ya no estamos en el siglo XX!
Decir que los niños ya no compran discos es lo mismo que decir que los niños son inteligentes. Que no son tontos. Es curioso, pero cuando alguien puede obtener un producto a través de un medio más cómodo, más barato y más sencillo que otro, tiende a optar por ese método en detrimento de otros. Es algo llamado inteligencia. Este efecto, además, tiende a acentuarse cuando el nuevo método aporta una ventaja sustancial, y se puede desarrollar de manera perfectamente legal y sin ofender la moral ni las buenas costumbres. Y este es, precisamente, el caso que nos ocupa. Pero en deferencia a la cara de sorpresa del mencionado abogado, procederé a explicárselo, y no se preocupe, lo haré despacito.
Mire usted: hay una cosa que se llama progreso. Gracias al progreso, no seguimos arriesgando nuestra vida para cazar animales, comernos su carne y vestirnos con sus pieles. El progreso hace que podamos sentarnos delante de un ordenador, hacer unos cuantos clics con un ratón y que, al cabo de unas horas, aparezca por la puerta un señor muy simpático con la carne y las prendas que necesitamos, sin que hayamos tenido que medir nuestras fuerzas con ningún peligroso animal. El progreso hace que en lugar de pasarnos nuestra vida entera en un solo lugar del que nos alejamos, como máximo, unos cuantos kilómetros a la redonda, seamos capaces de cruzar el mundo de un lado al otro en un tiempo muy corto. O que podamos enterarnos de sucesos ocurridos en lugares lejanos de manera casi inmediata, sin que ninguna persona haya tenido que venir corriendo desde el lugar de los hechos para contarnos lo sucedido. Es probable que alguien que pretende que los tiempos no han cambiado y que odia que lo hagan no llegue en realidad a entender algo así, y piense que todos esos adelantos son, como dirían en mi tierra, cousa de meigas. Pero no. No es así. Esos adelantos son reales, están basados en invenciones desarrolladas por el hombre hace ya tiempo, y están a nuestra disposición. Y además, los usamos constantemente.
Verán, hace mucho, mucho tiempo, se inventó una cosa denominada "disco". Era una curiosa e ingeniosa manera de conseguir que un sonido quedase almacenado, y pudiese ser reproducido siempre que uno quisiera, aunque quien lo hubiese originado ya no estuviese en ese mismo lugar. En realidad, este gran avance que independizaba al sonido de su productor y permitía almacenarlo o llevarlo de un lado a otro se había conseguido no gracias al disco, sino al cilindro de cera, pero esto no viene ahora al caso. En aras de la brevedad le diré que el progreso hizo que de esos cilindros se pasase a discos de diversos materiales y, a finales del siglo pasado, a los denominados discos compactos o CDs. Los CDs, en realidad, no estaban mal. Para la industria, representaban un coste de fabricación bajísimo que podían vender sin embargo a un precio más alto que sus precursores, los discos de vinilo. Y para los clientes, suponían un soporte más bien delicado y poco duradero, y el engorro de tener que adquirir un número de canciones determinado agrupadas de una determinada manera, en lugar de únicamente la canción o canciones que deseasen. Pero qué le íbamos a hacer... ese era el estado del arte, lo que daba de sí la tecnología a finales del siglo pasado.
¿Qué ocurrió? Simplemente, que el progreso raras veces se detiene, aunque obviamente a algunos les gustaría que lo hiciese. El progreso hizo que los mencionados CDs dejasen de ser útiles, porque aparecieron otras maneras más ventajosas de obtener, trasladar y disfrutar la música. Hoy en día, y aunque a estas personas les suene posiblemente a ciencia-ficción, uno puede, sin necesidad de CD alguno, obtener la canción que desee de un ordenador conectado a Internet. La que desee, no únicamente las que unas compañías tengan a bien poner a la venta. En un tiempo muy breve, sin infringir para nada la ley, y de manera muy eficiente y económica. Además, puede escucharla en ese mismo ordenador o en cualquier otro punto de su casa, o pasarla a un dispositivo monísimo y comodísimo llamado reproductor MP3 para llevárselo a donde le dé la gana, para poder disfrutar de la música allá donde vaya.
El CD es, simplemente, un artefacto del pasado, que empiezan a utilizar tan sólo personas nostálgicas o trasnochadas. Por supuesto, si un niño quiere llevar música a algún sitio, la grabará en su reproductor MP3 y se la llevará puesta. Grabará las canciones que quiera, no las que alguien le quiera imponer, en el orden que quiera, y las escuchará dónde y cuándo le dé la gana, las veces que le dé la gana. Para los niños, un disco no es más que un artefacto del pasado, una pieza de museo, algo que sus padres aún guardan –aunque utilizan cada vez menos– en unas estanterías donde periódicamente se llenan de un tozudo polvo que hay que limpiar. ¿Llevar un CD al colegio? ¿Para qué? ¿Para ambientar una función de época, como quien llevaría un polisón o un miriñaque? Hubo una época en la que llevar un CD era sinónimo de cool, de moda. Hoy ya sólo es sinónimo de fósil. Un artefacto del pasado. Entra dentro de lo perfectamente lógico que el autor de la frase antes entrecomillada lleve CDs bajo el brazo. Pero pretender que los lleven los niños, es simplemente absurdo. Desengáñese. No va a ocurrir.
No, señor, los niños ya no compran discos. Tampoco compran demasiados recortables, trompos, caballitos de madera, u otras cosas que el progreso superó hace tiempo. Ese es su problema, querido amigo. Se llama progreso. Y le ha pasado por encima.
Enrique Dans es profesor del Instituto de Empresa